Discurría una calurosa tarde de agosto de 1963, cuando Richard R. decidió robar por última vez en su vida. Llevaba tiempo sin hacerlo, después de un buen número de pequeños hurtos por los que ya había estado en prisión. Pero necesitaba desesperadamente dinero, y pensó que, de verdad, aquella ocasión sería la última.
Eligió un lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que ocupaban dos universitarias. Richard pensó que no habría nadie allí a esa hora, pero se equivocó y, una vez dentro, se encontró con una de las chicas. Se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y atarla, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, se tropezó con la otra ocupante del apartamento, que llegaba en ese momento de la calle.
Mientras ataba a esta última, su compañera iba enfadándose cada vez más, al ver lo que estaba sucediendo, y en pocos minutos fue presa de un ataque de nervios, en medio del cual aseguró a Richard que ella recordaría siempre su rostro y no pararía hasta que la policía diera con él y lo metieran en la cárcel.
Richard, que tanto se había jurado que aquél sería su último robo, empezó a alterarse, hasta que también perdió completamente el control de sí mismo y, en pleno ataque de rabia y de miedo, apuñaló a las dos chicas repetidas veces, hasta quitarles la vida.
Treinta años más tarde, aquel hombre aún seguía en prisión por lo que entonces se conoció como «el crimen de las universitarias». Recordando aquella tarde desgraciada, aquel hombre se lamentaba desde la cárcel, en una entrevista publicada en una revista: «Estaba como loco, mi cabeza estalló, no sabía lo que estaba haciendo».
Aquella aciaga tarde de agosto de 1963 dos personas perdieron el control de sí mismas, y aquello se saldó con el final de la vida de dos personas y la ruina de una tercera que por entonces parecía haberse enderezado.
Este trágico episodio, tristemente real, es un ejemplo extremo de cómo descargar el enfado puede llevarnos a un verdadero golpe de estado al gobierno de nuestra persona. En forma menos drástica, aunque quizá no siempre menos intensa, es algo que nos sucede a todos con mayor o menor frecuencia. Basta pensar en las veces en que uno puede haber perdido el control de sí mismo al enfadarse con su cónyuge, su hijo, sus padres, un compañero de trabajo, el conductor de otro vehículo, o quien sea. En esos momentos se pueden decir y hacer cosas que, consideradas poco tiempo después, vemos que fueron completamente desproporcionadas y contraproducentes.
Por esa razón, lo normal es que expresar abiertamente el enfado sea una de las peores maneras de tratarlo, puesto que los arranques de ira incrementan la excitación emocional y prolongan su duración.
Es mucho más eficaz tratar de calmarse.
—O sea, reprimirse.
Más que reprimir el enfado, diría que buscar una salida. No se trata de enterrar el enfado sin más, ni tampoco dejarse arrastrar por él, sino procurar tranquilizarse y buscar una solución del modo más positivo posible.
—Pero no es tan fácil tranquilizarse cuando a uno le han enfadado.
No lo es, desde luego, pero hay muchos modos de intentarlo, más o menos eficaces. Por ejemplo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta el enfado nos proporciona una clave para ver cómo podemos calmarlo.
Debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el enfado.
De lo contrario, cuantas más vueltas demos a los motivos que justifican nuestro enojo, más justificaciones encontraremos para seguir enfadados o para enfadarnos aún más.
Alfonso Aguiló, Educar los sentimientos
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