jueves, 4 de marzo de 2010
LO HARÉ, SI ESO SALVA A LIZ
Cuenta un voluntario que trabajaba en un hospital de Stanford, que hace muchos años conoció a una niña llamada Liz, que sufría de una extraña enfermedad.
“Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana. Yo lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir:
— Sí, lo haré, si eso salva a Liz”.
Prosigue el relato.
“Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros lo asistíamos a él y a su hermana, viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le pregunto con voz temblorosa:
— ¿Empezaré a morirme en seguida?”
“Siendo sólo un niño –comenta el testigo–, éste no había comprendido al doctor; pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aun así se la daba”.
Hasta aquí la anécdota real. Me parece reflejar una actitud verdaderamente sacerdotal: dar la vida realmente por los demás: y no precisamente porque a uno no le cueste, sino a pesar de que cuesta. Eso sólo se puede hacer con una generosidad total, fruto de un don de Dios.
Ramiro Pellitero
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