Hubo un santo obispo allá por el siglo XIX, Mons. Mermillod, suizo, que convirtió a no pocos a la fe católica con su predicación sobre la Eucaristía. Contagiaba amor por este Sacramento adorable. Una noche, a las tantas de la madrugada, estaba rezando en su iglesia ante el Santísimo, con la frente pegada al pavimento, cuando notó una sombra cerca de él. Era la de una mujer.
-¿Quién es usted y qué hace aquí?
-Monseñor, no se maraville. Soy una mujer protestante que ha seguido sus conferencias sobre la Eucaristía. Sus argumentos sobre la presencia real me han convencido. Pero me quedaba un residuo de duda y temor, y era, con franqueza lo declaro, el temor de que usted no estuviera convencido de sus propias enseñanzas.
Seguidamente le contó que se había quedado escondida en un confesonario para comprobar si, a solas, era él tal como parecía. Y en efecto, estaba emocionada, porque había visto que su devoción a la Sagrada Eucaristía era muy sincera. No había ninguna diferencia entre sus enseñanzas y su vida. Deseaba al día siguiente ser recibida en la Iglesia Católica y comenzar una nueva andadura, cosa que cumplió.
J. EUGUI
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