Se desvían las responsabilidades hacia terceros, a menudo abstractos: los mercados, el sistema, la educación, los políticos en general, la crisis...
Hace muchos años escribí un artículo sobre los personajes que, en las entrevistas periodísticas, suelen responder que no cambiarían nada de lo que han hecho en su vida, porque no se arrepienten de nada. La cosa ha ido tomando cuerpo y lo que entonces era solo una tendencia ha cristalizado ahora en un rasgo cultural: nadie tiene la culpa de nada, siempre se desvían las responsabilidades hacia terceros, a menudo abstractos: los mercados, el sistema, la educación, los políticos en general, la crisis...
Entre las anécdotas que escuché a Toni Nadal el otro día, me impresionó especialmente una. Cierta vez, acudió a un torneo con dos tenistas. Para evitar suspicacias, acompañó al otro en un partido que se jugaba al mismo tiempo que el de Rafa. Sabía que su sobrino estaba perdiendo en la pista de al lado, pero no hizo nada hasta que alguien se le acercó para preguntarle si no tenían raquetas de repuesto. Claro que las tenían. «¿Por qué, entonces, tu sobrino está jugando con una rota?». Toni se fue para allá y le dijo a Rafa: «Pero con el tiempo que llevas en esto, ¿cómo no te has dado cuenta?». La respuesta: «Pensaba que era culpa mía, estoy tan acostumbrado a que siempre es culpa mía».
El cerebro humano parece diseñado para olvidar y para encontrar explicaciones que justifiquen la propia conducta equivocada o permitan atribuírsela a causas y agentes externos. Por eso hay que educarlo en la responsabilidad, porque cuesta Dios y ayuda reconocer algo, arrepentirse, pedir perdón o perdonar, que son los auténticos motores del cambio, del progreso personal y social. Pero no se lleva.
Paco Sánchez
LaVozDeGalicia.es / Almudí
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