lunes, 2 de junio de 2014

La elegancia

Querida María: hasta hace dos años eras un casco de piloto con una chica dentro. Habías heredado de tu padre la pasión por la Fórmula 1 y desde muy joven vivías en ese ruidoso mundo. Competías en los circuitos profesionales, probabas coches y respirabas a todas horas el aroma de la gasolina y del aceite recalentado de los motores.
Tu rostro era un misterio, al menos para mí. Tu sempiterna sonrisa se escondía incluso a tus fans; sólo tus ojos, tus enormes ojos azules, chispeaban alegres al otro lado de la visera.


El 2 de julio de 2012 sufriste un terrible accidente y toda España se conmocionó. Dijeron que tu vida pendía de un hilo y muchos rezaron por tu curación. Yo también lo hice a pesar de no conocerte. Me atraía de ti únicamente lo que significaba tu figura: una mujer joven que se atrevió a profanar con su presencia ese mundo del motor en el que las chicas eran sólo un adorno publicitario.
Un día, por fin, te dieron de alta. Sabíamos ya que habías perdido un ojo, pero saliste a la calle y nos deslumbraste con tu sonrisa de triunfadora. Cualquiera diría que acababas de ganar la carrera de tu vida. Estabas guapísima a pesar del parche colorado de pirata que lucías sobre tus cicatrices. No puedo recordar cómo ibas vestida; es lo de menos: me pareciste una mujer elegante, atractiva y feliz.
Elegante, sí. Eso es lo primero que pensé al verte con tu nuevo look. Y no deja de ser insólito, porque la elegancia es un valor en baja, una virtud que pocas personas aprecian, quizá porque no resulta fácil de definir, y desde luego no se compra ni se alquila en las boutiques de moda.
Hay una elegancia en el vestir; pero también en los gestos, en el modo de caminar, en la gracia de la mirada, en el silencio discreto y en la palabra oportuna.
La elegancia tiene mucho que ver con la belleza, pero no sólo: Existen miles de personas ―hombres y mujeres― realmente hermosas, que parecen incapaces de ser elegantes. Unos, porque no les interesa; los demás, porque no saben cómo conseguirlo. Y hay también gentes aparentemente vulgares, jóvenes y ancianos, guapos y feos, que irradian dignidad, belleza, elegancia.
Si una mujer sólo busca en el vestido una forma de acentuar su sexualidad atrayendo las miradas en esa dirección, tal vez consiga su objetivo, pero nunca podrá ser calificada de elegante. Y lo mismo cabe decir de los hombres. Cuando alguien utiliza su atuendo para convertirse en objeto de deseo, lo llamaremos hortera de gimnasio; elegante jamás.
¿Y qué pensar de los que desprecian la belleza en aras de la comodidad? Sentirse a gusto dentro de un vestido es importante, desde luego, pero, cuando se convierte en el único objetivo, se corre el riesgo de caer en el feísmo, en el culto a la mugre y, por consiguiente, en el desprecio al prójimo, que tiene que soportar tanta zafiedad.
―Entonces, ¿qué es la elegancia? ¿Dónde se encuentra?
―Dentro de ti, querida María. La elegancia es la expresión visible de la propia dignidad personal; y la dignidad no radica en los músculos del abdomen ni en la tersura de la epidermis, sino en el espíritu, al que tú nunca renunciaste. Tú sabías muy bien que los hombres y las mujeres somos imagen de Dios. No solo barro, sino también espíritu. Y si el barro se resquebraja habrá que recomponerlo como se pueda para seguir mostrándose al mundo con una belleza renovada que nazca de lo más profundo del alma.
 Me cuentan que cuando te viste por primera vez en el espejo con la cara llena de costurones y cicatrices, no soltaste una lágrima como habría hecho cualquier otra mujer: al contrario, te burlaste de tu lamentable imagen, hiciste un chiste y diste gracias al Señor por seguir viva.
Luego, con un poco de maquillaje, un pincel y unos parches de cuero, pusiste manos a la obra para reconstruir tu imagen y enamorar a medio mundo.
Ya has conocido en el Cielo a María Santísima. Ella es Reina de la elegancia. No podía ser de otro modo; Dios la llamó “Llena de Gracia”. ¡Si la hubieses visto en las bodas de Caná…!
Enrique Monasterio
Pensar por libre

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