Todo empieza con un berrinche. La mujer recoge a su hijo de tres años de manos de la canguro, que lo ha llevado al parque. El pequeño, que la ve y que corre a abrazarla. La mamá, que lo levanta y lo cubre de besos.La armonía termina cuando la madre llega a casa y descubre que su criatura ha destrozado un garaje de juguete que ella estuvo montando durante una hora para que él jugase con sus cochecitos. No pasa nada. Pero mientras ella lo repara, el niño lanza trozos del garaje contra las paredes.
La madre le recuerda las normas: «No se lanzan cosas». Entonces, él coge una plancha de madera y se la tira a la cabeza. Ella la esquiva. El crío agarra un destornillador. La pataleta termina con el agresor en la cuna antes de tiempo.
Que los hijos sean plenamente felices. Ese es el objetivo máximo para los padres. Y parece loable y hasta lógico. ¿De verdad? Los especialistas empiezan a dudarlo y avisan de sus peligrosas consecuencias. La polémica está servida.
La madre es Jennifer Senior, antropóloga estadounidense. Y aquella experiencia la empujó a indagar sobre las miserias de la paternidad. ¿Por qué nos genera tanta angustia? ¿Por qué, de repente, tenemos tantas dudas a la hora de hacer algo que habíamos hecho con éxito durante milenios? ¿Y por qué tantos niños son ahora unos tiranos desde bien pequeñitos? Senior publicó en enero Todo alegría y nada de diversión. La paradoja de la paternidad moderna. Su tesis, popularizada en una charla de TED, es la siguiente: hemos convertido la crianza de nuestros hijos en un auténtico tostón. Para ellos y para nosotros. Sí, hay buenos momentos. Pero son la excepción. Y no es culpa de los críos. No son malcriados por iniciativa propia. Los hemos vuelto así por nuestro propio desconcierto. La raíz del problema: pretender que nuestros hijos sean felices a toda costa es un objetivo loable, pero equivocado.
Esta antropóloga argumenta que el concepto actual de 'paternidad' es tan nuevo que está por definir. «Empezó en los años setenta. Nuestros papeles como padres han cambiado. Y también el de los hijos. Estamos improvisando en una situación que no tiene guion». ¿Pero qué ha cambiado? «El cambio histórico más importante es que los niños trabajaban. Dejaron de hacerlo hace solo unas décadas en el Primer Mundo. Trabajaban en las granjas, en las tiendas familiares, en las fábricas... A los hijos se los consideraba bienes económicos. Gracias a Dios se prohibió el trabajo infantil. El viejo acuerdo no era ético, pero era recíproco. Los padres proporcionaban comida, ropa, alojamiento e instrucción moral a los niños, que en contrapartida aportaban unos ingresos a la economía familiar», explica nuestra antropóloga.
Una vez que los niños dejaron de trabajar se convirtieron en «sujetos sin valor económico, pero con un valor emocional incalculable». De hecho, conviene matizar que no solo dejaron de aportar al presupuesto familiar, sino que son una carga onerosa: en España, según una organización de consumidores, criar a cada hijo cuesta unos 150.000 euros desde los cero a los 18 años. Y ya no se van de casa a los 18 o vuelven a los 36. De hecho, ya no es que los hijos no trabajen para los padres; es que los padres se han convertido en sus sirvientes, chóferes, monitores, dietistas... «Consideramos que ir a la escuela ya no es suficiente para triunfar. Y los apuntamos a inglés, a ballet, a violín, a natación...
Las actividades extraescolares ocupan el tiempo de los niños, pero también el nuestro, que tenemos que llevarlos al entrenamiento o supervisar lo que han hecho», comenta Senior. Además, está la crisis. Estamos criando a las primeras generaciones que vivirán peor que sus padres desde la Segunda Guerra Mundial. «Los padres no tenemos ni idea de qué conocimientos van a ser útiles para nuestros hijos, así que los preparamos para todo. Pero el mundo cambia a toda velocidad. Cuando yo iba al instituto recuerda Senior, nos decían que había que aprender japonés. Ahora hay una obsesión por el mandarín. Quizá les pueda servir, no lo sé. Lo que sí deberíamos saber es que no podemos anticipar el futuro. Pero como buenos papás, intentamos preparar a los hijos para todo. Que aprendan ajedrez para desarrollar sus dotes analíticas. Que practiquen algún deporte de equipo para que sepan colaborar. Que sean ahorradores, que sean ecologistas, que no coman gluten. Yo comí toneladas de espaguetis de niña y no me ha ido mal en la vida. Pero asumimos que lo que era bueno para nosotros, ya no es tan bueno ahora. Así que nos angustiamos».
Esa angustia puede estar justificada. Al fin y al cabo, cada hijo supone una inversión de tiempo, esfuerzo, dinero y amor. «Hemos encumbrado a los niños a lo más alto de la jerarquía familiar. Es algo extraño y sin precedentes. Por si fuera poco, crecen en un ambiente en el que no tienen ninguna responsabilidad. Todo lo que queremos para nuestros hijos es que sean felices. Es el objetivo supremo. La felicidad puede ser subproducto de otras cosas, pero no puede ser un objetivo por sí misma. No es como enseñar a arar un campo o a montar en bicicleta. Nuestro intento desesperado por criar niños felices tiene consecuencias», advierte. Las consecuencias se las encuentra cada día en su consulta la psicopedagoga Ana Sánchez Cantera, del Gabinete Sinapsis.
Una de las más frecuentes es la poca tolerancia a la frustración de muchos niños. «Las familias desconocen cómo gestionar las rabietas o comportamientos desafiantes de los hijos. Una pequeña dosis de frustración es necesaria e inevitable a lo largo de la vida, ya que nuestros deseos no son satisfechos de forma inmediata y debemos desarrollar las habilidades y capacidades necesarias para hacer frente a este hecho y que no nos desestabilice», explica. Del mismo modo que estamos criando niños alérgicos por falta de entrenamiento de su sistema inmune, por exceso de limpieza y asepsia, la sobreprotección genera niños intolerantes. «Son muy exigentes, impulsivos e impacientes. No soportan la espera. Creen que lo merecen todo porque todo se les ha dado desde pequeños. Como es normal, los padres satisfacen las demandas vitales de forma inmediata. Pero los hijos van creciendo y sus deseos se van postergando. Entonces se rebelan contra los límites, ya que no entienden por qué no se les da todo lo que quieren».
Sánchez Cantera organiza talleres de tolerancia a la frustración y autocontrol para niños de seis a diez años en colaboración con la Asociación TDAH Palencia. Algunos ejercicios son juegos de rol donde los niños se ven obligados a ponerse en la piel de sus papás. Esto despierta su empatía. Al fin y al cabo, padres e hijos van en el mismo barco. Falta que remen en la misma dirección. Que los reyes de la casa tiendan al despotismo es hasta cierto punto lógico, pero no inevitable. El biólogo John Medina, del Centro de Investigaciones Aplicadas al Cerebro de la Universidad de Seattle, explica que la mente infantil no es capaz de aprender a identificar sentimientos como la tristeza, la preocupación o el miedo sin la ayuda de los padres.
«Una madre que le pregunta a su hijo por qué llora y sea capaz de verbalizar y etiquetar el sentimiento de su pequeño conseguirá que empiece a calmarse. La verbalización tiene un efecto sedante en el sistema nervioso de los niños. Es algo que está medido en laboratorio». Según Medina, «el mejor indicio de que un niño será feliz es que tenga muchos amigos. Para hacer amigos, hay que ser bueno a la hora de descifrar los signos de la comunicación no verbal. Algo que se aprende interactuando físicamente con otros seres humanos. Los mensajes de texto pueden destruir esa capacidad. Los humanos hemos sobrevivido porque formamos grupos sociales cooperativos. Esto nos obliga a emplear mucho tiempo relacionándonos, interpretando las motivaciones de los otros, sus impulsos, sus sistemas de premio y de castigo». Es fundamental una interacción entre padres e hijos, pero no debe ser la única.
«La diferencia de medidas entre el canal del parto y el cráneo del bebé provoca que las mujeres necesiten mucho tiempo para recuperarse. Y que haga falta la ayuda de otros miembros de la tribu para que la cría no muera. Es una impronta que nos viene desde el Pleistoceno. Un bebé está programado para conectar con su madre, pero también con el entorno. Cuando los padres se sienten impotentes, deben entender que la paternidad no es una tarea diseñada para hacerla en solitario». Varios estudios coinciden en que los padres en las sociedades ricas están cada vez más abrumados. Y tan frustrados como sus retoños. Ya lo advirtió Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía, que preguntó a 900 mujeres de Texas cuál era la actividad diaria que más satisfacción les proporcionaba.
Cuidar de los niños ocupaba el puesto 16 de un total de 19, por detrás de preparar la comida, ver la tele, hablar por teléfono o incluso limpiar la casa. ¿Cómo es posible? ¿Carecen de instinto maternal? Nada de eso. Sencillamente, están saturadas. En los sesenta, los padres norteamericanos pasaban menos tiempo con sus hijos que hoy. Y eso que la mujer no había irrumpido en el mercado laboral y que ahora las que trabajan tienen menos tiempo de ocio que en 1975, apenas seis horas a la semana. Aun así, el 85 por ciento de los progenitores, según otro informe, piensan que no están lo suficiente con sus hijos, y muchos se sienten culpables por ello. En España, los que fueron hijos del baby boom recuerdan haberse criado en la calle, donde jugaban hasta que se ponía el sol, cuando sus madres los llamaban a gritos desde los balcones para la cena. A los padres solo se les veía el bigote cuando estaba puesta la mesa. Nadie los ayudó a hacer los deberes. Pero ojito si traían malas notas.
La socióloga Annete Laureau señala que en muchos hogares del primer mundo con un nivel de estudios y de ingresos medio-alto, «los padres practican un estilo de educación agresivo, con muchas actividades fuera de la escuela y frecuentes conversaciones paterno-filiales donde todo se debate; y eso es un trabajo muy cansado. Pero se les quedaría mala conciencia si no lo hicieran, como si pusieran en riesgo el futuro de sus hijos al no proporcionarles todas las ventajas competitivas a su alcance». La intención es buena, viene a decir Laureau, pero nos pasamos de la raya. Y de ahí que esté sucediendo lo que señala Matt Killingsworth, psicólogo de la Universidad de Harvard: que pasar ese tiempo que tanto anhelamos con los hijos es lo que, a la postre, menos felices nos hace. Nos da más vidilla, por este orden, pasar un rato con los amigos, con el cónyuge, con parientes...
Estar una hora con los niños se ha convertido en algo tan poco estimulante como estar con un completo desconocido. Pero esa hora en mutua compañía es decisiva para los niños. Y por eso debería ser un tiempo de calidad para ambas partes. Jennifer Senior lo resume así: «Es natural querer que nuestros hijos sean felices, pero deberíamos marcarnos metas más realistas. Por ejemplo, los viejos principios: decencia, ética del trabajo, amor. Y dejar que la felicidad y la autoestima lleguen como consecuencia del bien que hagan, de los logros que consigan y del amor que reciban».
Carlos Manuel Sánchez / Fernando Alberca
XL Semanal / Almudí
XL Semanal / Almudí
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