Aún no había terminado el partido contra Chile, y ya había comenzado la lapidación con ensañamiento de los futbolistas españoles y de su entrenador: Costa era “un inútil”; Casillas, “un agujero”; Del Bosque, “un viejo conservador sin imaginación”; Ramos, “pura fuerza bruta sin cerebro”…
No me invento ni un solo adjetivo. Los decían o escribían nuestros más ilustres (y desmemoriados) comentaristas deportivos.
Nunca me ha gustado hacer leña del árbol caído. Es un deporte estúpido que sólo sirve para mostrar el talante miserable del leñador. No disfruto zahiriendo al derrotado en la batalla por muy duro que haya sido el ridículo. Al contrario; prefiero consolarlo y animarle a seguir, para que vuelva a ponerse en pie y la derrota no se le aplaste definitivamente.
No es que uno sea especialmente bondadoso por naturaleza. Lo que ocurre es que estoy demasiado acostumbrado a caer en el combate. Y cuando estoy en el suelo lo que menos necesito es que mis amigos me pisoteen para hundirme más.
A mi edad puedo afirmar que nunca me ha servido para nada una bronca. Cuando las he recibido, no me han hecho reaccionar. Si acaso me han humillado, pero solo eso. En cambio los elogios sinceros siempre me han ayudado a ponerme en marcha de nuevo.
Los sacerdotes hacemos eso en la Confesión. En mis años de cura han venido a mí miles de personas: jóvenes y viejas, cultas e ignorantes, de todas las clases y pelajes. Cuando era joven a veces se me escapaba alguna pequeña regañina. Ya no. Es mejor ponerse en el lugar del que ha caído, bajar con él al fondo del agujero y agarrarle fuerte la mano para buscar la salida entre los dos.
Enrique Monasterio
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