miércoles, 2 de julio de 2014

A Gaby, Fofó y Miliki

           


         Aquí tenéis una estupenda entrada de Enrique Monasterio: 
Queridos e inolvidables “payasos de la tele”, no es necesario que me respondáis “bieeeeen” a grito pelado como hacían los chavales que asistían a vuestro espectáculo televisivo; pero tampoco he podido resistir la tentación de encabezar así este e-mail veraniego que envío a vuestro correo electrónico del Cielo.

Nos conocimos hace un montón de años en pleno centro de Valencia. Era una tarde de mayo cuando me pedisteis auxilio. Iba yo por la calle de la Paz, camino del  Colegio Mayor Saomar, del que era capellán, cuando oí a mis espaldas un estrépito de risas y gritos infantiles que se aproximaba. No volví la cabeza hasta que Gaby (creo que fue él) exclamó:



─¡Padre, protéjanos que vienen por nosotros!

Os pusisteis a mi lado, me sujetasteis de los dos brazos, y Miliki dijo:

─Llévenos con usted…

Como Saomar estaba allí mismo, atravesasteis conmigo el umbral y, ante la que ocupaba en ese momento la portería, os presentasteis como corresponde a gentes bien educadas:

─Buenas tardes. Somos los payasos de la tele.

Aproveché el insólito encuentro para invitaros a una tertulia con las residentes del colegio mayor, pero quedasteis en que “quizá otro día…” En aquella ocasión sólo pude enseñaros el oratorio. Si hubiese tenido una cámara de fotos, os habría retratado allí mismo, rezando de rodillas frente al Sagrario.

Cuando  salisteis de nuevo a la calle, el alboroto no se había calmado del todo, pero a mí se me quedó pintada una sonrisa que no me abandonó hasta la noche.

Ahora, al recordar esta pequeña anécdota, creo comprender cuál fue vuestra mejor aportación en aquellos años turbulentos de la transición.

Llegasteis a España en un momento histórico muy delicado. Era el año 1973. Se presentía ya el cambio de régimen y empezaban a surgir, como amapolas, centenares de grupos y partidos políticos aún sin legalizar. Era una gran fiesta gozosa e inquietante. Las calles se llenaron de banderas y banderines, de música nueva que hablaba de libertad y concordia, y de himnos de guerra, de viejos carteles que resucitaban el lenguaje del odio que la mayoría habíamos decidido olvidar.

En la prensa los columnistas y los humoristas gráficos se hicieron dueños del chiringuito. La ironía, el doble sentido, la metáfora audaz, el dibujo insinuante y el chiste malhumorado campaban a sus anchas eludiendo la censura del poder agonizante.
Hubo humoristas espléndidos, pero también, cómicos y bufones a sueldo de la derecha y de la izquierda; mercenarios del poder y de la oposición que hacían reír a media España mientras la otra media criaba bilis.

Vosotros no fuisteis de esos. Erais sólo payasos. No recuerdo que contarais chistes ingeniosos capaces de hacer reír a los políticos o a los inspectores de hacienda. Los payasos no cuentan chistes; son niños. Se ponen siempre a la altura de los más pequeños y relatan historias fantásticas llenas de sorpresas. Los payasos son magos que sacan conejos de cien colores de su chistera y arrancan carcajadas a niños y viejos, a intelectuales e iletrados. Al terminar el espectáculo casi nadie recuerda por qué se han reído tanto, pero todos regresan a sus casa contaminados con el virus incontenible de una alegría distinta.

Un payaso genial hizo reír tanto a Juan Pablo II que sus colaboradores temían que le diese un colapso. ¿Cómo lo consiguió? Por contagio, naturalmente. Allí reímos todos hasta dislocarnos la mandíbula y no hubo, que yo recuerde, ni un mal chiste, ni una ironía, ni una sola ofensa a nadie.

Vosotros hicisteis lo mismo en aquellos años duros de nuestra historia: sembrabais alegría pura, sin conservantes ni contaminantes. Una alegría sin resaca. Hacías reír a los niños, a sus padres, a los abuelos y a todo el que pasara por allí

¡Cómo os echo de menos, queridos payasos! Estamos en tiempos graves y diabólicamente serios (¡qué tipo más serio es el diablo!). ¿No podrías mandarnos desde el Cielo un poco de vuestro espíritu risueño?

Podrías entrar por sorpresa en el Congreso de los diputados y, desde lo alto de la tribuna, preguntar a sus señorías:
¿Cómo están ustedeeees?

A ver qué pasa.

Enrique Monasterio
http://pensarporlibre.blogspot.com

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