Sin embargo, la llegada a la urbe fue fatal. Encontró atractivos que jamás había sospechado que existieran, salió del calor familiar y comenzó una vida desenfrenada. Matriculado en Medicina, comenzó por no estudiar al día, después dejó de ir a algunas clases, acabó por no ir a ninguna y completó un primer año nefasto con cero número de aprobados.
Sabía que no podía mentir del todo porque le habían retirado la beca. Camufló sus notas, y dijo que había conseguido pasar tres cuartas partes del curso. En verano estuvo unos pocos días con su familia, porque pronto se fue al colegio mayor para, presuntamente, «estudiar». Todo mentira: tomó un avión y se fue a una coqueta playa con algunos «amigos» que había conocido ese mismo verano.
Cuando volvió para comenzar el segundo año, la cosa fue a peor. Más salidas, menos orden, nada de estudio. Cuando se completó el año se repitió la escena: volvió a mentir a sus padres.
La liturgia mendaz se repitió en los cursos sucesivos. Poco a poco, se daba cuenta de lo triste de su situación, pero era incapaz de salir de esa espiral de movida, alcohol, chicas, pereza, nada.
Al cumplirse el sexto año, su familia esperaba con entusiasmo al nuevo médico... pero nunca llegó. Comido por su propia mentira fue noticia en el colegio mayor y en la prensa local porque un muchacho de 23 años se había quitado la vida precipitándose por la ventana de un octavo piso.
Es una historia trágica... pero real. Tan real como el hecho de que la mentira come por dentro y hace que las personas vivan en un teatro, en la irrealidad, en la falta de libertad.
Esta dolorosa historia destaca delante de nuestros ojos la necesaria tarea de decir siempre la verdad; pone de relieve la importancia de la sinceridad.
Cristo se enfrenta en el evangelio a un endemoniado mudo. La mudez, más allá de la enfermedad física, es una de las armas del enemigo.
Es esa mudez que el diablo te sugiere: Cállate eso, no cuentes esa cosa. Te anima a no hablar con nadie –y mucho menos con el sacerdote– de tus enfermedades del espíritu... de este modo el enemigo logra que no puedas ser curado. ¿Hay algo que te humilla o te hace pequeño?, ¿has cometido un pecado?, ¿hay algo que te avergüenza? ¡Silencio! Esta es la tarea del demonio mudo.
El demonio mudo comienza por sugerirnos que guardemos silencio de aquellas cosas que conocemos de nuestra vida y nos da vergüenza contar. Son humillantes. Pueden ser pecados que se repiten muchas veces y da pavor contarlos de nuevo en confesión o al director espiritual (¡qué me va a decir!, ¡no aprendo nunca!). Pueden pecados más grandes de los habituales o especialmente calamitosos, que «desdicen» de nuestra condición o de nuestro habitual deseo de hacer las cosas bien (¡qué pensará de mí!; otros lo hacen, vale, ¡pero yo!): una locura que hiciste en una fiesta, una relación ilícita, un abuso hecho o sufrido en la niñez, un robo o un engaño, una calumnia de consecuencias desastrosas, un recuerdo de alguna cosa vista o pensada que no se te quita de la cabeza...
Tampoco contamos –obviamente– aquellas cosas que no sabemos. Sin embargo, esto es también tarea del demonio mudo, porque muchas veces no nos conocemos a nosotros mismos por nuestra falta de examen de conciencia. Si nos preguntáramos más en la oración por el origen de nuestros fallos o hiciéramos más caso a lo que nos dicen los que nos quieren, quizá sabríamos más, y podríamos hablar mejor de nosotros mismos. Por eso, el demonio mudo intenta por todos los medios que pienses en ti de modo egoísta, pero nunca en plan de examen, con deseos de mejora.
Hay un tercer grupo –el más interesante– de cosas que ocultamos a nuestro director espiritual o confesor (e incluso a nosotros mismos): son aquellas que sabemos perfectamente que están pasando y nos negamos absolutamente a reconocerlas. Por ejemplo, hay un chico –que no es tu novio– que te gusta y tonteas con él... mensajitos, llamaditas, un paseo, nada serio... y encima te enfadas con tu novio porque anda un poco mosca contigo (te ve un poco rara) y le reprochas que desconfíe de ti. En el fondo, le engañas a él, al otro y a ti misma.
Otro ejemplo: del demonio mudo es ese empeño en ocultar los lazos que poco a poco se establecen con esa chica a la que llevas todos los días al trabajo y no es tu esposa, y te das cuenta de que cada día está más presente en tu cabeza y corazón y cada día te parece más mona... y te dices y redices que tan solo es una «compañera de trabajo». Te engañas.
Los dos ejemplos son similares, pero es que el autoengaño es un recurso habitual del enemigo para atacar de raíz la fidelidad de la vocación.
En estas cosas, como en todo, la solución es idéntica: cuéntalo siempre todo. Siempre y todo, por más que te parezca pequeño o insignificante.
Aún hay otro motivo que el demonio mudo sugiere para no contar las cosas. Es más sutil que los anteriores, bastante femenino, más engañoso y difícil de reconocer, pero no menos común. Consiste en considerar que lo que te pasa no es importante; que el director espiritual, el confesor o el superior tienen tantas cosas en que pensar, tanto trabajo y tan importante, que es mejor no molestarlo... ¿por esta tontería le voy a interrumpir?
Y así andas machacada o machacado hasta que finalmente lo cuentas. Si el demonio mudo te sugiere... contesta decididamente: ¡sí, por esta tontería voy a acudir a él! Porque, si te quita la paz, no es ninguna menudencia.
¿No has experimentado nunca el consuelo de ver la sonrisa del sacerdote o su aparente paz ante cosas que a ti te abruman un montón o te desbordan? ¿No te das cuenta de que muchísimas cosas que te preocupaban estaban solo en tu cabeza? Las contaste, las viste en su justa medida... y desaparecieron.
Cuéntalo todo. Sin miedo. Por pequeño que sea. Por muchas (y muy buenas) razones que haya para no hacerlo. Aunque sucediera hace muchos años. Todo: como quien va al buen médico...
Empieza a hacerlo ahora, ahora mismo: con Cristo, que te escucha, y es buen médico de tu alma. Cuéntalo todo. Descansa y... déjate ayudar.
EVANGELIO
San Mateo 9, 32-38
En aquel tiempo, llevaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló. La gente decía admirada: —«Nunca se ha visto en Israel cosa igual». En cambio, los fariseos decían: —«Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios». Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dijo a sus discípulos: —«La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».
Fulgencio Espá, Con Él, julio 2014
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