Cinco permanecieron sentados en sus sillas. No se movieron. Es un momento ideal para pensar en nada. Cerebro en blanco. Los anuncios publicitarios se sucedían, con más o menos gracia, pero llegó uno especialmente decadente.
Una marca de desodorante. En síntesis, el spot narraba lo siguiente: después de rociarse con ese perfume, todas las chicas caían a los pies del usuario. En el ascensor, por la calle, en el semáforo, en la máquina de lavar el coche... El anuncio casi no se podía ver, el ambiente era tremendamente ficticio y todo absolutamente sensual.
Fueron diez segundos de inmundicia que mereció esta respuesta por parte de uno de los televidentes: contra esto, una charla de formación a la semana.
Nos guste o no, este es el ambiente: impureza, sensualidad, traición, porquería, mucha porquería. Se ve en los anuncios de televisión, en la publicidad de internet, en los carteles de las calles, en los comentarios al salir de clase o del trabajo, al salir de marcha, en la música... Información constante que entra en nuestra memoria e imaginación y nos recuerda que nada vale la pena, que hay que vivir al día, que la sensualidad es lo más sagrado, que hay que satisfacer todos los placeres...
Es necesario llenar nuestros oídos de palabras de vida. Sí: palabras que nos recuerden lo hermoso del sacrificio, lo meritorio del amor. Palabras que nos confirmen en nuestro camino, nos llenen de coraje para la lucha, de audacia para la entrega. Palabras, en definitiva, que pongan delante de nuestros ojos la belleza de ser hombre, de ser espiritual, de no ser solo animales.
Las palabras de vida están cerca de ti: en la catequesis de tu parroquia, en las charlas de aquel centro de formación, en la predicación de cada domingo, en la lectura espiritual... ¿Qué cosas escuchas?, ¿hay en tu vida tantos o más inputs buenos como malos?, ¿cómo escuchas? Si nunca oyes esa voz que te indica por dónde has de ir, no te extrañes de que muchas veces te asalte la duda sobre el camino cristiano que intentas vivir.
Jesús envía a sus apóstoles a predicar el reino de Dios, que consiste fundamentalmente en curar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, echar demonios. En definitiva, les dice: lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. A continuación les da instrucciones muy precisas de cómo deben conducirse: sin oro ni plata; sin sandalias ni bastón; aceptando la hospitalidad de las personas. Ahora bien: Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra que a aquel pueblo.
¿A qué vienen Sodoma y Gomorra? La historia de estas ciudades está narrada a partir del capítulo 10 del Génesis (el primer libro de la Biblia). Lot era sobrino de Abraham, habitaba en Sodoma y, en el trascurso de una guerra, fue hecho prisionero y llevado lejos de su casa. Cuando volvió, el lugar ya tenía fama de ser una ciudad de gente perversa. Dios reveló a Abraham su próxima destrucción por medio de fuego y azufre, porque su pecado era muy grave e irreversible. Abraham intercedió por la ciudad, y Dios le puso finalmente como condición que bastaba con encontrar diez justos para no acabar con ella. Fue tarea imposible y la ciudad fue destruida.
Con todo, Dios envió antes a unos ángeles para salvar a Lot y a su familia. Le avisaron: tenía que salir inmediatamente de allí. Él lo comunicó a sus yernos, pero estos pensaron que bromeaba y no le creyeron. Marchó solo con su mujer y sus hijas. Los ángeles le dieron instrucciones de que, pasara lo que pasara, no mirasen atrás: de hacerlo se convertirían en estatuas de sal.
Después de que los ángeles los sacaran de Sodoma, Dios envió una lluvia de fuego y azufre que incineró completamente la ciudad con sus habitantes. La mujer de Lot, en su huida, no pudo acallar su curiosidad y se volvió para mirar atrás, cumpliéndose al momento la profecía del ángel.
Mediante la narración de la destrucción de Sodoma, en el fondo, aprendemos lo destructivo que es el pecado y también la curiosidad malsana: la causa de su destrucción fue, en definitiva, su propio pecado.
Sin embargo Jesús advierte de que algunos pueden sufrir un castigo aún mayor que el de Sodoma: son aquellos que no le han querido escuchar.
Dicho de otra manera, es grave vivir entregado al pecado, pero es mucho más grave no escuchar a las personas que Dios nos envía: padres, hermanos, maestros, sacerdotes, profesores... Eso merece un castigo más severo.
Por eso, si malo es el pecado, peor es no escuchar.
Es muy probable que te des buena cuenta de que, con tu actual nivel de formación, la sociedad te comerá: demasiados inputs en contra. Por eso, para solucionarlo, concreta.
Quizá un primer proyecto pueda ser, simplemente, leer una buena novela. Como decía Vallejo-Nágera: «En el clima de frivolidad intelectual que nos envuelve, la idea de leer a un autor clásico da pereza, y si, para colmo, el escritor es un santo, la mayoría salen corriendo. He de hacer una corrección: salimos corriendo. En honor a la verdad, no siempre merezco excluirme. Es una conducta absurda, porque cada vez que un autor clásico me pilla por sorpresa quedo atrapado y no logro abandonar su lectura»[1]. Leer cuesta, pero, si haces el esfuerzo, verás cuánto forma tu cabeza y tu sensibilidad. Busca gente que te pueda asesorar bien: buenos libros, excelentes novelas, que te construyan como persona.
También puedes concretar otros propósitos: comenzar a ir a una charla de formación cristiana, leer todos los días quince minutos un libro espiritual, acudir a la confesión frecuente o a la dirección espiritual...
Toma nota de lo que decidas en tu diálogo con Dios y empléate en ello. Verás cuánto te ayuda.
(1) J. A. Vallejo-Nágera, Color en un mundo gris y otros artículos (Madrid 1991), 22-230
San Mateo 10, 7-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: —«Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca: Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad; si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquel pueblo».
Fulgencio Espá, Con Él, Julio 2014
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