Mar de Getxo Aún faltaban dos horas para que llegase la ola de calor africano y en mi pueblo estábamos ya hartos de tanto sudar.
─¿Qué andas, Iñaki?
─Ya ves; con este calor…
─Veintiséis grados. No es para quejarse.
─A treinta y siete vamos a llegar. Lo ha dicho Euskalmet.
El tal Iñaki, que charlaba con una señora en la calle Mayor, exhalaba un sudor preventivo basado en la fe. Creía con todas sus fuerzas en la Agencia vasca de Meteorología.
─¡Y a la tarde dicen que habrá galerna!
─Lo que venga vendrá ─concluyó, escéptica, la señora─.
En la farmacia me tocó hacer cola detrás de una mujer joven llena de vitalidad.
─¿Nada más? ─preguntó la empleada─.
─Si no tienes nada para el calor…
─Todavía estamos fresquitos ─me atreví a sugerir─.
─Ya verás, ya. Han dicho en la radio que bebamos litro y medio de agua por lo menos.
─¿De un trago?
En “La Granja”, una tienda de alimentación muy conocida, oigo una voz a mis espaldas.
─¿Ya no saludas, o qué?
Era un anciano encorvado de rostro flaco y nariz aguileña.
─¿Nos conocemos?
─No creo; pero los curas tenéis que saludar a todo el mundo.
─A lo mejor a algunos no les gusta…
─Tú saluda, saluda.
─Bueno, pero es que con este calor…
En la Iglesia de las Mercedes volaban los abanicos de las féminas, como palomas mensajeras.
Al mediodía llegó por fin el calor, cuando ya estábamos todos escondidos en las trincheras, bebiendo galones de agua. A las 2 cambió el viento y volvimos a los 26 grados. La ola había estado con nosotros casi cuarenta minutos.
─Pero qué calor, ¿verdad?
─Eso sí.
Contado por mi amigo Enrique Monasterio desde Bilbao
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