Era el verano de 1845 cuando el barco inglés «Rey del Océano» se hallaba en medio de un feroz huracán. Las olas lo azotaban sin piedad y el fin parecía cercano. Un ministro protestante llamado Fisher, en compañía de su esposa e hijos y otros pasajeros, fue a la cubierta para suplicar misericordia y perdón.
Entre la tripulación se encontraba el irlandés John McAuliffe. Al constatar la gravedad de la situación, el joven abrió su camisa, se quitó el Escapulario y, haciendo con él la Señal de la Cruz sobre las furiosas olas, lo lanzó al océano. En ese preciso momento, el viento se calmó. Solamente una ola más llegó a la cubierta, trayendo con ella el Escapulario, que quedó depositado a los pies del muchacho.
El ministro había estado observando cuidadosamente las acciones de McAuliffe y fue testigo del milagro. No podía creerlo. Fue a hablar con él, y así conoció la devoción a la Santísima Virgen y su Escapulario. El Sr. Fisher y su familia resolvieron ingresar en la Iglesia católica lo antes posible y acogerse a la gran protección del Escapulario de Nuestra Señora.
El mar, grande, temeroso, terrible. Sobrecoge pensar que los antiguos se lanzaran a la mar sin más aparejos y seguridades que aquellas antiguas cáscaras de nuez. Hombres recios y quizá poco religiosos encontraban en la Virgen del Carmen una protectora inigualable en las oscuras noches en ese inmenso desierto de agua y sal.
Es momento de reconocernos humildes y, con corazón de hijos, acudir a María. Siéntate aquí, a mi lado, madre amorosa, que hoy quiero más que nunca rezar contigo, sentir tu protección, experimentar tu ternura. El camino es largo, las tentaciones duras, mi pobreza grande: ven, madre del amor hermoso, enséñame a conducirme con pureza y generosidad.
Fulgencio Espá, Con Él, Julio b2014
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