La valentía no se presupone: se tiene que activar en cada momento. El problema es que hay muchas ocasiones en las que no se ve la necesidad de actuar, sea por flojera, por falta de motivación o por mero sedentarismo.
Este relato nos llevará a actuar muchas más veces de lo que lo hacemos ahora...
Estaba caminando en una calle poco iluminada una noche ya tarde, cuando escuché unos gritos que trataban de ser silenciados y que venían de atrás de un grupo de arbustos.
Alarmado, aflojé el paso para escuchar y me aterroricé cuando me dí cuenta de que lo que se escuchaba eran los inconfundibles signos de una lucha desesperada en la que a unos pocos metros de mí una mujer estaba siendo atacada.
¿Me debería involucrar?
Yo estaba asustado pensando en mi propia seguridad y me maldije a mí mismo por el dilema ante el que estaba: ¿No debería tan solo correr al teléfono más cercano y llamar a la policía?
Los gritos aumentaban. Tenía que actuar con rapidez. Finalmente me decidí. No podía darle la espalda a esa pobre mujer, aunque eso significara arriesgar mi propia vida.
No soy un hombre valiente, ni soy un hombre fuerte ni atlético.
No sé dónde encontré el coraje moral y la fuerza física, pero una vez que había decidido finalmente ayudar a la chica, me volví extrañamente transformado.
Corrí detrás de los arbustos y salté sobre el asaltante.
Forcejeando, caímos al suelo y luchamos durante unos minutos, hasta que el atacante se puso en pie de un salto y escapó.
Jadeando fuertemente, me levanté con dificultad, y me acerqué a la chica, que estaba en cuclillas detrás de un árbol, llorando.
En la oscuridad, apenas podía ver su silueta, temblando y en pleno shock nervioso.
No quería asustarla de nuevo, así que le hablé a cierta distancia.
"No te preocupes, ya se ha ido, estás a salvo", dije en tono tranquilizador.
Hubo una prolongada pausa, y entonces oí: "¿Papá, eres tú?".
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