Los biógrafos del escritor francés Albert Camus (1913-1960),
premio Nobel de Literatura en 1957, atribuyen su profunda incredulidad a una herida
que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en
Argel, tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo por la orilla del mar. Se
encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe,
aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre sollozaba en silencio.
Camus, después de unos momentos, señaló el cadáver, levantó la vista al cielo y dijo
a su amigo: «Mira, el cielo no responde.»
A partir de entonces, cada vez que intente superar ese impacto, se levantará en él
una ola de rebeldía. Le parecerá que toda solución religiosa tendrá que ser
necesariamente una falacia, una forma de escamotear una tragedia que no debiera
haberse producido nunca. Desde ese suceso, entre Camus y Dios habrá demasiados
carros atollados en el camino. El escritor da la espalda a Dios y se abraza a la reli-
gión de la dicha: «Todo mi reino es de este mundo», dirá. Y también: «He deseado
ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer. »
Pero Camus sufre en sus carnes el golpe brutal de la enfermedad grave. Dos
brotes de tuberculosis truncan su carrera universitaria y oscurecen el horizonte azul
de un joven que reconoce su pasión hedonista por el sol, el mar y otros placeres
naturales. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y es entonces
cuando hace decir a Calígula esa verdad tan sencilla, tan profunda y tan dura: «los
hombres mueren y no son felices».
Para Camus, la felicidad será la asignatura siempre pendiente en el currículo de la
humanidad.
Una vida abocada a la muerte convierte la existencia humana en un
sinsentido y hace de cada hombre un absurdo. Contra ese destino escribirá El mito
de Sísifo, donde su solución voluntarista se resume en una línea: «es preciso
imaginarse a Sísifo dichoso». Y la dicha de su Sísifo, que bien puede ser Mersault, el
protagonista de El extranjero, es la autosugestión de creerse dichoso. La víspera de
su ejecución, después de rechazar al capellán de la prisión porque «ninguna de sus
certezas valía un cabello de mujer», se queda dormido. Después se despierta «con
estrellas en el rostro»...
Como si esta gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de
esperanza, ante esa noche cargada de signos y de estrellas, me abrí a la
tierna indiferencia del mundo.
Al experimentarlo tan parecido a mí, tan
fraternal en fin, sentí que había sido dichoso, y que lo era todavía.
La novela La peste es un nuevo intento de posibilitar la vida dichosa en un mundo
sumergido en el caos y abocado a la muerte. En sentido estricto, es la crónica
minuciosa y terrible de una epidemia que se abate sobre Orán. En sentido simbólico,
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es Francia bajo la ocupación de la Alemania nazi, y también una reflexión sobre las
diversas caras del mal. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que ha vivido la segunda guerra mundial. Camus ya no habla de su
sufrimiento individual, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a
partir de 1939. En sus páginas finales, nos recuerda que las guerras, las
enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el
hombre... sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reanudarán su ciclo de
pesadilla.
Éstas son sus palabras:
Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux
recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que
esta multitud alegre ignoraba, aunque puede leerse en los libros: que el
bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer
durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera
pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los
pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para
desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus
ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.
Cómo encontrar sentido a una vida que sólo tiene la muerte como telón de fondo
es el reto que Camus asumirá en La peste. Y ese sentido va a ser la solidaridad y la
honradez que llevan a varios de sus personajes a quedarse libremente en Orán, a no
dar la espalda a los infectados y a unir sus esfuerzos contra la epidemia. Una
solidaridad y una honradez sin raíces religiosas.
El doctor Rieux, como Iván
Karamazov, rechaza una creación en que los inocentes son torturados. En La peste,
el cielo sigue sin responder a Camus, y el novelista no parece dispuesto a dar
facilidades: «Yo no parto del principio de que la verdad cristiana sea ilusoria. Nunca
he entrado en ella, eso es todo.» Aquí, sin duda, Pascal hubiera insinuado a su
compatriota que, para el que no quiere abrir los ojos, toda la luz del sol es poca. Pero
Camus se reafirma en su naturalismo sin Dios:
Bajo el sol de la mañana una gran dicha se balancea en el espacio. Muy pobres
son los que tienen necesidad de mitos.
Camus llama mitos a las ideologías que han engañado al hombre moderno en
nombre de conceptos comoraza, partido o Estado. Tarrou, uno de los personajes de
La peste, se entera un día de que, en el partido al que se ha afiliado, se miente, se
encarcela y se fusila en nombre de un ideal futuro. Un día asiste a una ejecución por
fusilamiento: el horror del espectáculo le obsesiona, del mismo modo que obsesionó
a Dostoievski.
Tarrou abandona entonces el partido comunista, que para Camus
representa a todos los partidos que, en nombre de una ideología, encarcelan y
matan. Ponía Camus, como ejemplo de amistad verdadera, la de un hombre cuyo
amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su
habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba.
Añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma:
¿Quién se acostará en el suelo por nosotros? Para un espectador neutral que
conozca el cristianismo, esta pregunta recibe la respuesta más completa en la
muerte de Cristo y en el ejemplo de su vida. Él es el buen samaritano que nos
advierte contra la indiferencia ante el dolor ajeno, que nos anima a pararnos junto al
que sufre y no pasar de largo. Así se puede entender que parte del sentido del
sufrimiento quizá consista en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado
hacia el prójimo sufriente.
Y estos sentimientos, que encontramos enLa pestesin
referencia religiosa, se reafirman al escuchar el agradecimiento de Cristo porque
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«estuve enfermo y en la cárcel y vinisteis a verme». La reflexión sobre estas breves
palabras determinó la conversión de Francesco Carnelutti, un célebre penalista
italiano. De forma implícita, su testimonio es quizá la respuesta adecuada a la gran
pregunta de Camus:
Ante mis ojos pasaron asesinos, violadores, parricidas, ladrones, y toda esa
humanidad desconcertante, reducida con frecuencia a la condición animal. Y vi que
el Dios de los cristianos se identificaba con ellos, sin excepciones ni exclusiones. No
se identificaba sólo con la aristocracia de los presos políticos, o con los condenados
injustamente, sino con el delincuente común. Entonces comprendí que ninguna
fantasía religiosa podía haber inventado un Dios así. Sólo el propio Creador de esa
humanidad oscura y desesperada podía haberse identificado con ella.
José Ramón Ayllon, Dios y los náufragos, Ed Belacqua
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