¡Dios ha muerto. Viva el superhombre!
La sombra de Nietzsche (1844-1900) es alargada. La negación de Dios y la
apología del hedonismo en ámbitos intelectuales occidentales del siglo XX deben
mucho al filósofo alemán. Profesor de filología clásica en Basilea, vivió -como Sísifo-
condenado a soportar la carga de una enfermedad crónica y progresiva, que le llevó
hasta la locura y la muerte prematura.
Sin embargo, su obra se abre con una
apasionada afirmación de la vida, dramática si se tiene en cuenta que es la
proyección de la impotencia de un enfermo.
La vida es un valor que Nietzsche afirma sin más lógica que su fuerza de
surgimiento. Y el símbolo escogido es el dios griego Dionisos, exponente máximo de
una civilización que se embriaga en los instintos vitales y planta cara a la
incertidumbre del destino. Sin embargo, Nietzsche no toma como modelo la Grecia
clásica de Pericles, Sócrates y Fidias.
Habla de la época presocrática, instintiva y
sensual, en la que todavía no habían triunfado la moderación, la medida y el
equilibrio del dios Apolo. Por eso dirá que Sócrates y Platón son «síntomas de
decadencia, instrumentos de la disolución griega, pseudogriegos, antigriegos».
El ataque al cristianismo ocupa un lugar privilegiado entre las obsesiones
destructivas de Nietzsche, quizá como reacción contra la atmósfera pietista que
respiró en su niñez. No se trata de una crítica académica sino de una oposición
visceral: «Yo considero al cristianismo como la peor mentira de seducción que ha
habido en la historia. » Dios es «una objeción contra la vida», y «la fórmula para toda
detracción de este mundo, para toda mentira del más allá».
El cristianismo es la
religión de la compasión, pero, «cuando se tiene compasión, se pierde fuerza. La
compasión entorpece la ley del desarrollo, la selección natural; conserva lo que ya
está dispuesto para el ocaso, opone resistencia en favor de los desheredados y de
los condenados por la vida. La compasión es la praxis del nihilismo, y nada hay más
malsano en nuestra malsana humanidad que la compasión cristiana».
El superhombre y la muerte de Dios
Las generaciones que heredaron el optimismo de la Ilustración acabaron pronto en
el desencanto. Comprobaron que las promesas de paz y prosperidad no se
cumplieron, y que el sueño de felicidad universal siguió siendo un sueño, pues -como
diría más tarde Camus- «los hombres mueren y no son felices». Entonces Marx, y
luego Nietzsche, y luego Freud, sentaron en el banquillo a la diosa Razón y lanzaron
contra ella la acusación de incompetencia e impostura. Nacieron así las filosofías de
la sospecha, cuyo objetivo se centró en relevar a la razón de su función rectora y
confiar a los resortes humanos irracionales las riendas de los destinos humanos.
Nietzsche será el mejor exponente del pensamiento irracionalista. Si como
hombres no conseguimos la felicidad, quizá como superhombres podamos
alcanzarla. Y seremos superhombres si nos atrevemos a desprendernos de la más-
cara racional del deber, esa artimaña del débil para dominar al fuerte. Nietzsche
predicó para ello la inversión de todos los valores, y supo evaluar las consecuencias
de su pretensión con enorme clarividencia:
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Mi nombre estará un día ligado al recuerdo de una crisis como jamás
hubo sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una voluntad
que se proclama contraria a todo lo que hasta ahora se había creído, pedido
y consagrado. No soy un hombre, soy una carga de dinamita.
Nietzsche quiere arrancar los valores de su raíz fundamental. Así se entiende su
obsesión por decretar la muerte de Dios:
Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se agita con
dolores de parto. ¡Dios ha muerto. Viva el superhombre!
La gran consecuencia de tal pretensión ha sido expresada por Dostoievski con
fórmula que ha hecho fortuna: «Si Dios no existe, todo está permitido.» En el mismo
sentido, diversos pensadores han afirmado, a modo de ejemplo, que contra la
libertad de asesinar no existe, a fin de cuentas, más que un argumento de carácter
religioso. Porque la imposibilidad de matar a un hombre no es física, es una
imposibilidad moral que nace al descubrir cierto carácter absoluto en la criatura finita:
la imagen y los derechos de su Creador.
La muerte de Dios es necesaria para el advenimiento del superhombre, y es el
más grande de los hechos, un acontecimiento que divide la historia de la humanidad:
«Cualquiera que nazca después de nosotros pertenecerá a una historia más alta que
ninguna de las anteriores. »
Es un suceso cósmico, del que son responsables los
hombres, y que les libera de las cadenas de lo sobrenatural que ellos mismos habían
creado. La muerte de Dios es la muerte definitiva del deber y la victoria de la
autonomía moral absoluta. Sin Dios, todo norte moral desaparece, y todo puede ser
disuelto por la duda.
Hasta hoy no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al
establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuese verdad
su contrario?
Éste es el problema que plantea la Genealogía de la moral. En ella reflexiona
Nietzsche sobre los mecanismos psicológicos que iluminan el origen de los valores.
Parte de la convicción de que la moral es una construcción ideológica para dominar a
los demás.
En concreto, un invento de los débiles para sojuzgar a los fuertes. Más en
concreto, una venganza intelectual de los judíos contra sus enemigos y dominadores.
Con los judíos comienza la rebelión de los esclavos, la inversión de los valores de los
vencedores. Desde que los judíos inventan la religión y el más allá, los poderosos
son malos y los hombres vulgares son buenos. El cristianismo hereda esta corrupción
judía del odio contra los buenos. Hasta que llega Nietzsche. Con él se desvanecerán
las mentiras de varios milenios y el hombre se verá libre del autoengaño de la ilusión.
No existe Providencia ni orden cósmico: «La condición general del mundo para
toda la eternidad es el caos, en el sentido de una privación de orden, de forma, de
hermosura, de sabiduría. »
El mundo no tiene sentido, pero gira atrapado por la
necesidad de repetirse: es la doctrina del eterno retorno, que Nietzsche retoma de
Grecia y de Oriente. El mundo no avanza en línea recta hacia un fin, ni su devenir
consiste en un progreso, sino que:
todas las cosas vuelven eternamente, y nosotros con ellas. Hemos sido
eternas veces en el pasado, y todas las cosas con nosotros. Retornará esta
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telaraña, y este claro de luna entre los árboles, y también un momento
idéntico a éste, y yo mismo.
El hombre debe descubrir que ésa es la esencia del mundo, y aceptar y amar esa
necesidad, sin escabullirse hacia mundos ideales.
Esto es lo que enseña Nietzsche
por boca de Zaratustra, con el propósito de suprimir la última garantía de los valores:
¡Os conjuro, hermanos míos: permaneced fieles a la tierra, y no deis fe
a los que hablan de esperanzas sobrenaturales! En otras ocasiones el delito
contra Dios era el mayor de los maleficios, pero Dios ha muerto. Ahora lo
más triste es pecar contra el sentido de la tierra.
Un nuevo deber nos llama a la autoafirmación biológica, a la victoria de los
señores sobre los esclavos. Nietzsche sueña con una aristocracia de la violencia, y
se opone al ideal de igualdad buscado por el socialismo y la democracia: «El hombre
gregario pretende ser hoy en Europa el único hombre autorizado, y glorifica sus
propias cualidades de ser dócil, conciliador y útil al rebaño. »
El influjo de Nietzsche en el nazismo es un hecho demostrado. Nietzsche no fue
nazi ni antisemita, pero la violencia de su lenguaje y la imprecisión de su ideal dieron
todas las facilidades para su manipulación. No es suficiente decir que él no pensaba
así y hubiera vomitado ante los atropellos de Hitler. Tampoco vale decir que se ha
producido una tergiversación de su pensamiento, pues cabría preguntarse cómo y
por qué fue posible lo que tan ingenuamente se llama tergiversación. Por eso ha
dicho MacIntyre que, al menos, «hay una profunda irresponsabilidad histórica en
Nietzsche».
Críticos modernos como Lange y Reyburn han visto en la teoría del superhombre
ideas morbosas con explicación en la acentuada sicopatología del autor. Su biografía
corre paralela a su enfermedad, instalada de forma crónica desde los veintinueve
años: depresiones, fuertes jaquecas y dolores de estómago, reumatismos, cegueras,
etcétera. A los treinta y cinco años, después de constantes ataques graves, dimite de
su cátedra de Filología Griega y se dedica a buscar por el sur de Europa descanso
para su desequilibrada naturaleza. A los treinta y nueve, su lucidez mental se extin-
gue en Italia un 3 de enero. Moriría once años más tarde, en 1900, sin haber
recobrado la razón.
José Ramón Ayllon, Dios y los náufragos, Ed Belacqua
Un saludo. Este tema me interesa porque observo en mi propio instituto como este filosofo y su planteamiento antropológico es presentado como un ideal moral para los jóvenes del bachillerato. Considero que mientras mejor conozcamos las trampas de su pensamiento, y sus inconsistencias, mejor preparados estaremos para el diálogo con la cultura. Un saludo fraterno desde Tenerife
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