En la soledad de mi cuarto, abatido por la muerte de Jorge, me he
preguntado qué Dios parece esconderse detrás del sufrimiento.
En 1998, con casi noventa años de edad, embarcado «en este complejo,
contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera»,
Ernesto Sábato (1911) escribe Antes del fin. Un libro atípico, testamento intelectual y
existencial de un novelista y ensayista también atípico, comprometido desde su
juventud con la justicia, enamorado de la belleza, obsesionado por la verdad, por el
sentido de «los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el
dolor y la muerte».
¿Para quién escribe Antes del fin?
Sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que,
como yo, se acercan a la muerte, y se preguntan para qué y por qué hemos
vivido y aguantado, soñado, escrito, pintado o, simplemente, esterillado
sillas.
Además, este libro «quizá ayude a encontrar un sentido de trascendencia en este
mundo plagado de horrores», donde también descubrimos en la belleza de la
naturaleza, en la emoción del arte, en la nobleza de tantos gestos humanos
«modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia».
Sábato
reflexiona al hilo de su propia biografía, que resume como «una vida llena de
equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad».
Hacia los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas y
comunistas, porque nunca soporté la injusticia social.
En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en
Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales, miles de
muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en Rusia pareció
anunciar la libertad del hombre.
Con el tiempo, ese muchacho idealista abandona el marxismo-leninismo, «dada la
convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico», y «todos los diálogos,
las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por
agrietar ya de forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino
abajo».
El joven nacido en la pampa emprende con éxito una carrera altamente especializada
en el mundo científico, y llega incluso a trabajar en el laboratorio Curie de París. Pero
reconoce que allí, «en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico,
me encontré vacío de sentido». Y buscó refugio en la escritura.
Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías
en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más
absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía.
El vacío de sentido que siempre ha oprimido a Sábato está relacionado con el más
perverso de los efectos del progreso científico y económico: la cosificación del
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hombre, su deshumanización. Ya denunció ese peligro en 1959, cuando publicó
Hombres y engranajes:
El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una
misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta
fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el
hombre concreto e individual, sino el hombre-masa, ese extraño ser con
aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad
engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Éste es el destino
contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su
individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su
voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también él
llegaría a transformarse en cosa.
Sábato ilustra eficazmente esa lacerante deshumanización en tristes páginas sobre
el terrorismo internacional, los conflictos bélicos de fin de siglo o la explotación infantil, y confirma que Hannah Arendt tenía razón al afirmar, ya en los años cincuenta,
que la crueldad del siglo XX sería insuperable. En la vejez de Sábato, el dolor repite
su zarpazo insoportable con las muertes de su mujer y de su hijo.
Paso junto a la puerta del cuarto donde murió Matilde, luego de una
dura y larga enfermedad que la dejó postrada durante años (...).
¡Cuánta
congoja! Cómo va quedándose a oscuras esta casa en otro tiempo llena de
los gritos de los niños, de cumpleaños infantiles, de los cuentos que Matilde
inventaba por la noche para dormir a los nietos. Qué lejos, Dios mío,
aquellas tardes en que venían a conversar con ella sus amigos. En sus años
finales, cuando la he visto desolada por la enfermedad, es cuando más
profundamente la quise.
El dolor, como hemos visto repetidamente, despierta de manera acuciante la
pregunta sobre Dios. Un Dios cuya existencia o cuya bondad son salpicadas por el
propio dolor y se ponen en entredicho.
La tarde desaparece imperceptiblemente, y me veo rodeado por la
oscuridad que acaba por agravar las dudas, los desalientos, el
descreimiento en un Dios que justifique tanto dolor.
En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música que él
amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos
en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista.
¿Cómo mantener la fe, cómo no dudar cuando se muere un chiquito de
hambre, o en medio de grandes dolores, de leucemia o de meningitis, o
cuando un jubilado se ahorca porque está solo, viejo, hambriento y sin
nadie?
Al mismo tiempo, Dios es ardientemente deseado como garantía de inmortalidad y
como padre compasivo.
Después de la muerte de Jorge ya no soy el mismo, me he convertido
en un ser extremadamente necesitado, que no para de buscar un indicio que
muestre esa eternidad donde recuperar su abrazo.
En mi imposibilidad de revivir a Jorge, busqué en las religiones, en la
parapsicología, en las habladurías esotéricas, pero no buscaba a Dios como una afirmación o una negación, sino como a una persona que me salvara,
que me llevara de la mano como a un niño que sufre.
Hace poco he visto por televisión a una mujer que sonreía con inmenso
y modesto amor. Me conmovió la ternura de esa madre de Corrientes o de
Paraguay, que lagrimeaba de felicidad junto a sus trillizos que acababan de
nacer en un mísero hospital, sin abatirse al pensar que a éstos, como a sus
otros hijos, los esperaba el desamparo de una villa mísera, inundada en ese
momento por las aguas del Paraná. ¿No será Dios que se manifiesta en
esas madres?
Como Antonio Machado escribió de sí mismo, vemos a Ernesto Sábato siempre
buscando a Dios entre la niebla. «Un Dios en cuya fe nunca me he podido mantener
del todo, ya que me considero un espíritu religioso, pero a la vez lleno de
contradicciones. »
Muchos se han cuestionado la existencia de ese Dios bondadoso, que,
sin embargo, permite el sufrimiento de seres totalmente inocentes. Una
santa como Teresa de Lisieux tuvo dudas hasta momentos antes de su
muerte; y, en medio del tormento, las hermanas la oyeron decir: «Hasta el
alma me llega la blasfemia. » Von Balthasar dice que, mientras hubiera
alguien que sufriese en la tierra, la sola idea del bienestar celestial le
producía una irritación semejante a la de Iván Karamazov.
Sin embargo,
luego muere en la fe más inocente, absoluta, como también Dostoievski,
Kierkegaard y el endemoniado Rimbaud, que en su lecho suplica a la herma-
na que le suministren los sacramentos.
Y entonces, cuando abandono esos razonamientos que acaban
siempre por confundirme, me reconforta la imagen de aquel Cristo que
también padeció la ausencia del Padre.
Al final:
Yo oscilo entre la desesperación y la esperanza, que es la que siempre
prevalece (...). Por la persistencia de ese sentimiento tan profundo como
disparatado, ajeno a toda lógica ¡qué desdichado el hombre que sólo cuenta
con la razón!-, nos salvamos, una y otra vez.
José Ramón Ayllon, Dios y los náufragos, Ed Belacqua
José Ramón Ayllon, Dios y los náufragos, Ed Belacqua
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