El segundo libro de los Macabeos narra el martirio de una familia heroica. Siete hermanos y su madre padecieron la muerte por no renegar del Dios de Israel. La primera lectura de la Misa narra la historia de los cuatro primeros.
La madre contempla dolorosamente la muerte de cada uno de sus hijos en medio de los más espantosos tormentos. Ella sabía que sus hijos eran de Dios y para Dios. Aun estando transida por el dolor, descansaba sabiendo que ellos gozarían de la eterna bienaventuranza, porque creían en la resurrección de los muertos. En pocos lugares del Antiguo Testamento se profesa la fe en la resurrección de modo tan manifiesto.
Poco antes de la muerte violenta del sexto hermano, el texto sagrado se detiene en una detallada y cuidadosa descripción de la madre. «Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía:
“Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes”» (2 M 7, 20-23).
Su valentía no sufrió merma cuando le llegó el momento al último de sus hijos. El rey Antíoco se persuadió de que la violencia no haría cambiar el parecer del creyente, de modo que cambió de táctica. Llenó de agasajos sus oídos y le hizo promesas incontables si renegaba de Dios.
Nada hacía cambiar el parecer del muchacho. El jerarca recurrió a la madre para que, convenciéndole, salvara su vida. El resultado fue muy distinto a la previsión del rey. «Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crié y te eduqué y alimenté hasta la edad que tienes. Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia» (2 M 7, 27-29).
Todos juntos, en el cielo, por la perseverancia. Que el Señor nos ayude a permanecer fieles a tan noble y piadoso propósito.
Fulgencio Espá, Con Él
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