miércoles, 27 de noviembre de 2013

¡Te han comido el coco, Virginia!

 
   No aceptó en absoluto la decisión de su hija. No estaba dispuesto a conceder ni siquiera el beneficio de la duda. Era una tontería: le habían comido la cabeza. No valía la pena dedicarle ni un minuto más. Mejor no hablar. Mañana vendrás a mi despacho y lo comentaremos despacio. Por hoy he tenido suficiente.

   Salió de casa dando un portazo. No era un comportamiento propio del padre excelente, del hombre maduro y profesional sobresaliente que acostumbraba a ser. Tampoco era normal la noticia. Su hija le había anunciado entre lágrimas que quería hacerse monja. ¡Monja! ¡En qué cabeza cabe!

   Paseó sin rumbo por el barrio. Lo cierto es que soy creyente, pensaba en su interior. Pero también precavido... argumentaba después. ¿Qué será de ella? Una vida pobre, entregada, insegura... ¿Qué cura le habrá dicho qué cosa? La niña parecía lista... ¿qué ha ocurrido?, ¿cómo ha podido irse de nuestras manos? ¡Si no le ha faltado de nada!... ¿será justamente por eso?


   Necesitaba pensar, eso está claro. Después de un rato largo se topó con su iglesia de siempre: el Sagrario conocido, el párroco amigo, el confesonario frecuentado, todo familiar. Entró: Después de todo, Él podrá darme una respuesta...; eso sí, ¡que no espere que cambie de opinión!

   Escuchó. Era el evangelio de la semana treinta y cuatro de tiempo ordinario. Miércoles. «Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía».

   Miró al banco. Nadie. Lloró. Sí. Lloró como un niño, porque bien sabía él que no quería que su hija fuera monja pero mucho menos deseaba traicionarla con una cruel oposición.

   Salió de la iglesia con deseos de amar la voluntad de Virginia, aunque fuera hacerse religiosa. Pidió al Espíritu Santo comprender que lo que ella quería no era sino el mismo querer de Dios. Porque amar la voluntad de Dios –sea la que sea– es el testimonio de las almas grandes. De vez en cuando es bueno mirar al Crucifijo –mirar al Sagrario– y preguntar con confianza: Señor, ¿estoy amando tu Voluntad? O me resisto...

Fulgencio Espá, Con Él

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