Un paracaidista norteamericano, de las tropas que operaban en Francia cuando el desembarco de Normandía, en la 2.1 Guerra Mundial, resultó herido en combate y perdió contacto con sus compañeros. Fue recogido por una campesina, que le ocultó en el desván de su vivienda con indudable riesgo de su propia vida. Allí permaneció hasta que, una vez repuesto de las heridas -no eran graves-, pudo incorporarse de nuevo al frente.
El muchacho, hijo único de una viuda de condición social bastante humilde, relataba todos estos sucesos en una carta a la madre, cuando ya se había restablecido y estaba en situación de continuar la actividad militar. Pasado algún tiempo, llegó a la madre la noticia del fallecimiento del joven paracaldista en la batalla de Las Ardenas, a finales de 1944.
Es conmovedor conocer la reacción de aquella mujer. Ella se sentía obligada a agradecer a la campesina francesa cuanto había hecho por su hijo, aunque éste ya no viviera; había una especie de deuda por saldar: la de la gratitud. Trabajó duro a lo largo de dos años, hasta que estuvo en condiciones de pagarse un pasaje en avión a Europa. Una vez en Francia, logró localizar la pequeña aldea de la que su hijo le había hablado en la carta, así como a la campesina que le ocultó en el desván. «Mire -vino a decir, más o menos-, aquí le traigo el reloj de mi hijo. Es de oro, y es lo único de valor que conservaba suyo. Le ruego que lo acepte como expresión de mi agradecimiento ».
Cumplido este deseo, regresó a su tierra. No quería nada más.
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