El 1 de octubre de 1957, a las cinco de la madrugada, un preso moría guillotinado en la prisión parisina de la Santé. Este hombre -Jacques Fesch- había terminado su diario, dedicado a su hija, con estas palabras: "Dentro de cinco horas veré a Jesús. Ojalá que aguante el golpe. ¡Ayúdame, Virgen Santa! Adiós a todos y que el Señor os bendiga!"
Se había despedido del preso que vivía en el piso de arriba, diciéndole:
-Estoy persuadido de que nos volveremos a ver. ¿Sabes?, cuando nos encontremos allá arriba, creo que te reconoceré por tu voz. Así que te digo simplemente: hasta la vista. Y, mientras tanto, si te encuentras algún día con mi hija, dile cuánto me arrepiento, cuánto la quiero...
Jacques Fesch no tenía veinticuatro años cuando, el 25 de febrero de 1954, después de separarse de su mujer e hija, cometió un atraco del que resultó muerto un policía. Una vez en la cárcel rechazó toda ayuda del capellán; era un ateo convencido -decía Jacques de sí mismo-, no valía la pena que se molestara. Luego vino la conversión, en la que tuvieron bastante que ver la fe y los argumentos de su abogado, que le llevaron, primero a "intentar creer" y, luego, con la gracia divina, a creer de verdad, "con certeza absoluta", según testimonio del propio protagonista.
La fe no le libró de la muerte, pero le dio ánimos. Ofreció ese trance especialmente por su familia y por su víctima: "No existe un Dios policía. El castigo que me espera no es una deuda que debo reembolsar, sino un don que Dios me hace".
No hay comentarios:
Publicar un comentario